La asquerosa odisea del Sebastián Barajas.

Esta tarde juego con mis pequeñajos en el Campo Antoñete de Jaén (anexo al Sebastián Barajas), en Villa Abajo, como le llama chistosamente una de "mis madres". El partido arrancará a las 17:15 horas y nos enfrentaremos al San Felipe, un equipo que anda en la zona media de la tabla y que cuenta con dos niñas, hermanas gemelas intuyo, que juegan de maravilla. Aunque no es el resultado uno de nuestros objetivos fundamentales, reconozco que el fin de semana se tiñe de un color diferente si los críos cuajan un buen partido y confirman su adecuada evolución con una victoria. No obstante, estamos hablando de niños de seis y siete años, así que futbolísticamente hablando nos conformamos con que guarden la posición y hagan una pared al final de temporada. Pero la historia de cómo mi hermano y yo llevamos este equipito de prebenjamines os la contaré otro día.

A estas edades tan tempranas, lo usual es que los jugadores acudan con la equipación de juego puesta, así que los citamos media hora antes del partido, tiempo más que suficiente para dar un par de indicaciones, calentar un poco y empezar la diversión. Pero el domingo 4 de diciembre, se me ocurrió la idea de citar a los niños una hora antes del partido con la intención de aprender a cambiarnos solos en el vestuario, sin la ayuda de los padres. Supuse que se daba una situación perfecta para aprender algo más que conceptos deportivos. Sin embargo, lo que aprendimos esa soleada mañana de diciembre es que no debemos volver a entrar a los vestuarios del Campo Municipal Sebastián Barajas.

Al entrar con nuestras criaturitas de seis y siete años, lo primero que notamos fue un severo bofetón que nos hizo volver sobre nuestros pasos, un olor inmundo e insoportable que casi nos obliga a cambiarnos en las gradas. Sin embargo, armados con un estómago a prueba de bombas dimos un paso al frente y accedimos al antro. Una vez dentro, me percaté de que había olvidado en casa los doce pares de manguitos para evitar que nuestros críos se ahogaran en esa estancia inundada de un agua repugnante. Reconozco que la situación casi me supera, no sabía si permitir que mis pequeñines se cambiaran allí, en un lugar antihigiénico y rodeados de todo tipo de desperdicios. Vendas, esparadrapos, algodones que otrora taponaron una herida, un calcetín sucio y empapado, e incluso algún tampón usado escondido en la ducha, terminaban por componer el paisaje.

Apuesto a que si hubiese pasado por allí algún inspector de Sanidad, habría prescintado el lugar, denunciado las instalaciones, y me habría acompañado al Palacio de Justicia para someterme a un juicio rápido por consentir que mis niños estuvieran en contacto con esa porquería. No apareció inspector alguno, pero alcancé a ver desde la ventana a una expedición de cadetes o juveniles de la UD Almería, que llegaban a las instalaciones en ese momento. No me quiero ni imaginar la imagen que se pudieron llevar de nuestras instalaciones, pero como jiennense me sonrojo solo de pensar las historias que puedan contar de lo que les tocó ver. Ignoro si existe o no un servicio de limpieza, supongo que sí, aunque lo confirmaré esta tarde. Si lo hay, espero que le asignen también un turno para el fin de semana. Por Dios y por la Virgen, que nos iba a comer la mierda.