Palmar, y palmar.

Hay muchas maneras de perder, o de caer eliminado. Tras la indecencia del Santiago Bernabéu, el Real Madrid eligió anoche una muerte acorde con su historia. Apartó a un lado sus complejos, miró a los ojos al Barcelona, y le atacó hasta el punto de merecer mejor suerte. Tal vez la desnaturalización a la que Mourinho sometió al Real Madrid en el partido de ida, ha sido determinante en el desenlace final de la eliminatoria. Me pregunto quién podría estar celebrando en estos momentos el pase a semis si el técnico portugués hubiera elegido este rol de equipo campeón en el partido del Bernabéu.

Porque ayer el Madrid brindó a su afición un partido sobervio, donde la alineación que dispuso Mourinho se dibujó en el videomarcador del Camp Nou como una auténtica declaración de guerra: con Alonso, Kaká, Özil, Cristiano e Higuaín; Lass incrustado en el centro, que trabaja y juega; con Pepe en la zaga, desafiando cualquier represalia, como mensaje de inmunidad ante el famoso miedo escénico; y sin experimentos raros, sin Carvalhos ni Altintops. De modo que solo faltaba salir, correr y remontar. Y así lo hizo el Real, que acosó al Barcelona desde el inicio, robó la pelota a los de Guardiola con una intensidad endiablada, y amenazó con dejar helado el clima tropical y festivo que reinaba en CanBarça. Sin embargo, cuando mejor estaba el Madrid, aparecieron Pedro y Alves para noquear al conjunto blanco en cuestión de cinco minutos.

La desgracia de encajar dos goles al borde del descanso hizo tambalear las nuevas creencias adoptadas por Mourinho. Su nueva doctrina basada en el ataque y el dominio comenzó a desmoronarse como un castillo de naipes. El Barça, convencido de haber rematado a su máximo rival, comenzó a gustarse e inició su habitual exhibición futbolística de apoyos y pases en corto, despreocupándose de hacer el tercero. Pero lo que hubieran sido argumentos más que suficientes para aburrir y destrozar a cualquiera, resultó ser un balón de oxígeno para un Madrid que ya había involucrado en la contienda a Granero, Callejón y Benzemá. Primero Cristiano, y más tarde Benzemá, retomaron la causa inicial y empataron un partido que de nuevo les sonreía.

Desde entonces y hasta el final, el Real Madrid estuvo más cerca que nunca de la remontada, a un sólo gol de obrar el milagro que pudo llegar en cualquier contragolpe o a la vuelta de un córner. Sin embargo, el Barça aguantó las embestidas y acabó en semifinales. Pero estoy convencido de que anoche los vikingos (no se entienda este calificativo como ofensivo) se fueron a la cama orgullosos de su equipo, con la certeza o la tranquilidad de que por fin han recuperado la dignidad y el respeto perdidos.
Y es que, aunque tío Mou no lo crea, hay maneras de palmar, y de palmar.